La Opinión
El más grande
Antonio Alcaraz  | 08.01.2012 - 23:22h.
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Siempre sucede lo mismo cuando jugamos en esta cancha. Año tras año. Detrás de nuestro banquillo suele morar un perillero exaltado de los de capa y espada. Y hoy no iba a ser menos. No espera a que el partido comience. El calentamiento previo también cuenta. Y yo soy su ardiente objeto de deseo:


- ¡Sí, tú pon el culo en pompa … que te vamos a dar bien por detrás. Mierdecilla.


Lo llevo con paciencia. Va con el sueldo. Como los dos triples que le he cascado al equipo local nada más empezar el encuentro. Desde más allá de siete metros. Los seis puntos sirven para poner nerviosa a la parroquia, para que surjan murmullos y un ratico de silencio (el primer cuarto y la mitad del segundo). Pero la quietud dura lo que la cerveza, los panchitos y el bocata del vándalo. Ahí está mi amigo del alma levantando al personal y apuntándome con su dedo índice:


- Tus muertos. Tus muertos.


En ellos se caga, por supuesto. Aunque yo voy a lo mío, que es recular con estas nalgas carnosas -que me ha dado la naturaleza- hasta tener la canasta a mi espalda, a dos zancadas. Entonces finto hacia la derecha y mi defensor se traga el anzuelo y el corcho. Claro, yo ya estoy yéndome por la izquierda, lanzando el balón contra el tablero, consiguiendo un par de puntos y un posible tercer pues otro defensor me cae encima. Todo esto cuando suena la bocina. Hora del descanso. Anoto el tiro adicional y marcho a los vestuarios entre las felicitaciones de mis compis y los recuerdos del incondicional:


- ¡Cabronazo, cornudo!.


Mis apellidos son Paciencia y Resignación. Concentración y Regularidad, los del club al que represento. Regresamos al parquet con idénticos lemas y sin la menor piedad para con el contrincante. Flojitos los oponentes, la verdad.


Pierden unos cuantos balones con motivo de nuestros distintos tipos de defensas presionantes y zonales. Yo aprovecho tres de ellos para hacer otros tantos mates de concurso. Esto enardece a mi admirador público e impúdico que continúa dándole a la sin hueso:


- ¡Cómo te odio, perro!.


Y así hasta el final de la función. Una noche tranquila y demasiado sencilla con cierto sabor agridulce.


- ¿Me podría dar su camiseta, señor?.


Educada e impacientemente, me grita desde la grada un crío. Éso está hecho, pequeño. Me digo. En un visto y no visto, de ella me despojo y se la tiro. Aunque no, el regalo no alcanza su objetivo. De repente, y de la nada, surge el adicto a las injurias, el perillero congestionado, que se lanza a por la camiseta, capturándola al vuelo como si fuera un preciado tesoro.


Luego, ante el asombro generalizado y el reproche del padre del menor, con una sonrisa generosa y sincera me dedica su epitafio:


- Tú, macho; tú eres el mejor, el más grande.


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Artículo publicado por Antonio Alcaraz

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