Allá por Diciembre del año pasado, recuerdo tratar de adivinar los destinos a los que la FIBA Europe iba a tener a bien mandarnos durante el verano. Un domingo se anunciarían las sedes de los campeonatos europeos de categorías inferiores. Yo estaba en Valladolid, trabajando en el torneo sub16 de Iscar, y los viajes en autobús dejaban tiempo suficiente a la mente para jugar con dichos pensamientos. Mientras la federación internacional reunía en su cuartel general al director de la editorial que saca las guías de Lonely Planet, al guionista de Planeta finito, a Richard Attenborough, a Willy Fogg y a Carmen Sandiego para la sesión extraordinaria y la toma de decisiones, yo intentaba buscar datos y razonamientos de los que surgieran ideas sobre las posibles opciones.
Varios países entre los favoritos y decenas de candidatas en mi mente. Parecía claro que el sub18 masculino sería cosa de los polacos. Entre los torneos femeninos, recordaba el ascenso de Rumanía a la División A en categoría sub18 el año pasado, mezclaba esa idea con lo irónico y truculento (long story…) de la posible situación y me quedaba algo bien claro: me iba a tocar ir a Rumanía. La única duda la generaba el hecho de que Timisoara ya organizase el sub18 de División B en 2010 pero aún así era como si no dejase lugar a la duda. Al mirar el mapa de Rumanía me iba instintivamente al este o miraba otras ciudades relativamente grandes.
Recuerdo llegar el domingo, día D, a casa de mi amigo Gerardo en Valladolid tras una jornada del torneo de Iscar y abrir mi correo, mientras colocábamos todos los cables para ver en la televisión un partido de futbol americano, con una tremenda expectación en busca del newsletter con las sedes anunciadas. Bilbao, Novi Sad, Polonia con sede por determinar (vaya sorpresa…)….y Rumanía! Allí estaba el nombre de Oradea, que había oído o leído un total aproximado de cero veces en mi vida. Por entonces pensaba que ese sería mi único destino pero la logística posterior me llevó a Arad para el sub16 femenino B y a Timisoara como vía de llegada y salida.
En los meses anteriores al viaje, cada vez que comentaba a alguien la excursión que iba a tener que hacer, las risas eran la principal reacción que encontraba. “Pues sí, me iré alrededor de una semana a Rumanía a ver dos campeonatos de Europa femeninos. Una especie de ruta por el oeste del país, cerca de la frontera con Hungría. Transilvania, vamos”. Y entonces llegaban más risas y los “intenta volver vivo” y cosas así. Siempre que hablo de mis viajes, la gente suele tirar, como es en cierto modo normal, de los tópicos. En esta ocasión de boca de amigos y compañeros salieron dos muy repetidos: el baloncesto femenino y los vampiros. Había un tercero que surgió en, afortunadamente, muy pocas ocasiones. Básicamente porque no suelo estar rodeado de gañanes y mentes obtusas. Supongo que sabéis por donde voy.
Entrando en el primero de los tópicos, debo decir que siempre me había parecido bastante injusta la visión que buena parte de la masa de aficionados al baloncesto tiene del basket femenino. Me parece tan estúpido decir que los partidos son aburridos y las jugadoras muy malas como empeñarse en compararlo continuamente con el masculino. Mismo deporte, modalidades diferentes. La comparación no viene a lugar. Admito que cuando los equipos en cancha son de nivel bajo, el nivel es muy pobre y el espectáculo difícil de ver. Pero entre el nivel medio y alto, esa opinión tan tristemente extendida no tiene fundamento alguno. Sobre el aburrimiento o la falta de técnica no es difícil encontrar réplica. Una lista de nombres o equipos, ya sólo de este nivel de categorías inferiores, creo que debería ser suficiente: la pívot belga Emma Messeman y el conjunto de Bélgica al completo, la dureza y exigencia de jugar contra Francia, el talento de las chicas españolas, la evolución de la cantera sueca o alguien tan especial como la base turca Olcay Cakir, Gretel Tippett y la selección australiana, la MVP del mundial sub17 Meng Li… son algunas (de tantas) muestras del nivel técnico del baloncesto femenino, tan sólo a nivel de formación, como digo. Si nos metemos en profesionales nos salen aún más motivos.
Aunque, en cierto modo, que haya un grupo amplio de gente que no se acerque al baloncesto femenino puede que no sea algo trágico. Lo veo algo parecido al desprecio de esa masa futbolera (y no hablo de todos los aficionados al futbol, ya me entendéis) que no sale de su deporte (más el individual que esté de moda porque gana algún español como tenis, fórmula uno o ciclismo) y se mantiene alejada del baloncesto (o el balonmano, o el rugby…). Prefiero una afición más limitada que una más grande que albergue bárbaros.
El segundo tópico del que hablaba…Transilvania y su parece que inseparable, en la mente de muchos, unión con la leyenda de los vampiros. En uno de los trayectos en tren (medio de transporte que de nuevo toma gran protagonismo y del que hablaremos luego) tuve la suerte de coincidir en el vagón con un profesor de historia. Él me hablaba en rumano y algo de italiano, y yo le hablaba completamente en italiano. Con algunas dificultades, pero conseguimos entendernos francamente bien. Me encontré a bastantes personas que hablaban algo de italiano por la región del país en la que me moví y, por alguna extraña razón, entiendo el rumano cuando lo leo o me lo hablan con calma. Para enfado “cejil” de cierta persona, por cierto. He escrito “tuve la suerte” porque realmente fue así. La conversación fue muy interesante y supongo que el hecho de poder superar la barrera idiomática, la hizo más valiosa.
Parecía casi imposible pasar por alto el momento para confirmar la sensación que había tenido desde hace tiempo entorno a la relación Transilvania-Vampiros. Nunca he sido un aficionado a las historias de ese tipo, pero he podido leer varios libros, ver alguna película…lo habitual, vamos. Y siempre había pensado que de tener algo que ver la historia de Bram Stoker con el sitio o algún personaje, todo sería más casualidad o imaginación desbocada que otra cosa. Se supone que el escritor se “inspiró” en el rey Vlad III para su personaje del conde Drácula. Vlad “Tepes” (El Empalador, traducido desde el rumano, como era conocido por su “afición” a las torturas en general y a este en particular como método de castigo), según contaba el profesor, está considerado uno de los primeros héroes de la nación rumana por, como rey de Valaquia, su resistencia a la invasión del Imperio Otomano. Para los que andéis pegados en historia universal, los intentos de extensión del Imperio Turco (u Otomano) fueron algo así como lo de los fichajes del Besiktas y la publicidad de Turkish Airlines durante la F4 pero a lo bestia. Además de por sus victorias, Vlad se hizo famoso por su crueldad a la hora de castigar a sus enemigos, deleitándose en el hecho y usando el empalamiento como método más representativo. A Vlad también se le conocía como Vlad Draculea (hijo de Vlad Dracul), debido a que su padre pertenecía a la Orden del Dragón (dracul).
Draculea, Rumanía, sed de sangre y víctimas, una personalidad histórica imponenete…parecía que todo el mejunje había llevado a Bram Stoker a formar una de los relatos más conocidos y (sobre)explotados de la historia de la literatura y el cine. Pero según el profe de historia el nexo real es muy escaso. Al menos eso entendí entre sus asertivas palabras y mi incipiente (y de desconocido origen) rumano. Parece ser que el vampirismo era una práctica algo extendida (en términos de territorialidad, no de cantidad de participantes) por Europa pero en zonas como los Balcanes y Hungría se habían concentrado algo más. O al menos se había conocido más sobre ellas. Hungría ha tenido históricamente una gran influencia sobre una parte del actual territorio rumano, la actual Transilvania. De hecho aún se aprecia en la televisión, algunas palabras, la gastronomía, etc. No sólo por lo cercano de la frontera magiar (a escasos kilómetros de las ciudades en las que he estado) sino por herencia y tradición asentadas. De ahí sacó el escenario Bram Stoker, aparentemente. El nombre y la unión a Vlad Tepes vienen del gusto de Stoker por la sonoridad del nombre de Dracul-Draculea, cierta historia macabra recogida en él y otra acepción del término rumano “dracul”: demonio. Pero el profesor recalcaba que según habían demostrado varios estudios, Bram Stoker nunca llegó a saber demasiado sobre la figura histórica de Vlad III.
Desafortunadamente el profesor sólo me acompañó en una parte de uno de los trayectos. En otro de ellos, un joven, acompañado de su madre, intentaba en inglés conocer mis impresiones sobre “los momentos que estaba viviendo en los trenes del oeste de Rumanía”. El resto de horas, que fueron muchas, más de lo que uno podría ver lógico, dieron para muchos de esos momentos por los que preguntaba aquel chico. Hice tres trayectos: Timisoara-Oradea, Oradea-Arad y Arad-Timisoara.
Los recuerdos, los instantes, metido en un tren rumano, se acumulan de forma algo atropellada, como destellos individuales dificultosamente mezclados o cercanos, más que como historias con un mínimo hilo argumental. Así, recuerdo el calor asfixiante con ese sol (y 33-35 grados de temperatura) castigando un vagón sin aire acondicionado y, en el Oradea-Arad (3 horas y 5 minutos para hacer 120 kilómetros) con la ventanilla encajada (imposible de abrir) y sin cortinilla que se interpusiese entre la luz solar y nuestra cara. Eran los trenes tipo “personal” (tal cual en rumano, la traducción sería algo así como “hecho una p*** pena y más lento que el caballo del malo). El otro tipo, el rapid, eran algo más modernos (o menos antiguos) y alcanzaban velocidades de vértigo que rondaban los 55-60 kilómetros por hora…
Recuerdo la mirada, de ojos claros e inocentes, de una niña pequeña durante más de dos horas camino de Oradea, mientras su abuela, una de esas típicas señoras con un pañuelo en la cabeza, me intentaba explicar que su nieta le decía “de donde es ese señor tan raro que hay en el asiento de enfrente, no es de aquí seguro”. Recuerdo imágenes de estaciones medio derruidas, de aspecto abandonado, barracones en mitad de la nada, en las que se bajaban unos pasajeros y desde la que subían otros y me costaba imaginar qué clase de pedanía o pueblo había, detrás de alguno de los matojos y montículos que rodeaban a las estaciones. Y el perro. Siempre un perro deambulando suelto entre las vías y alrededor del revisor que miraba al tren desde el andén con cara de sueño o desidia.
No olvidaré la estación de Ciumenghiu, de la que pensé que tenía aún mayor aspecto de abandono hasta que, tras incorporarme un segundo, pude ver que no tenía ni mobiliario, ni asientos, ni ventanillas…un edificio con un trozo de fachada ausente, con parte del tejado derrumbado…en el que esperaban tres personas para subir al tren. Con semejante calor. Aunque habría que verla un día de lluvia o crudo frío. No entendía como podía seguir siendo considerada una estación vigente…hasta que vi al perro correteando por la vía. Si tenía su perro, era estación, claramente.
Recuerdo a una chica joven, de unos 20 años, cargada con una enorme bolsa y una maleta de las que asomaban útiles agrícolas y que se bajó del tren en un lugar en el que no había si quiera un trozo de cemento, una caseta, un mínimo andén. Nada. Pensé que era una petición especial, una parada pedida fuera del recorrido oficial, hasta que vi más adelante como dos hombres estaban esperando tranquilamente y se acabaron metiendo en el vagón anterior al mío. Busqué con la mirada algún pueblo, hacienda, terreno de siembra, algo. La chica comenzó a andar hasta perderse entre matojos. Un poco más adelante, volvíamos a detenernos en un punto, sin estación pero con dos vías, donde había que esperar para que se cruzase el tren que venía en dirección contraria. Momento que aprovecharon una chica de unos 12 o 13 años y dos pequeños de 4 o 5 para intentar saltar y colarse en el tren. Un revisor parecía estar esperándoles e impidió su entrada a, literalmente, patada limpia.
Había comentado un tercer tópico. El más triste, el que de verdad es doloroso. No hace falta visitar Rumanía en persona para saber que la imagen que muchas personas, en muchos países del oeste de Europa, tienen de Rumanía y los rumanos es terriblemente errónea. Que no tiene nada que ver. Y que hay que ser muy bruto, simple e inculto para si quiera planteársela. Bastantes fueron las personas que allí conocí que me hicieron llegar su preocupación, su tristeza, con respecto a esta situación. Recuerdo a una chica, que había viajado a varios países europeos, que me decía que casi le daba vergüenza decir que era rumana. Que era perfectamente consciente de que para muchos su país era visto como un agujero podrido por la delincuencia y la falta de civismo. Obviamente, la realidad es completamente diferente. Tuve tiempo suficiente para patearme las tres ciudades a las que viajé, y la verdad es que las disfruté mucho. El centro de cada ciudad era un lugar verdaderamente agradable, con un encanto particular y aspectos distintos a los que había visto en ocasiones anteriores, sitios distintos. Especialmente el centro de Timisoara, cuyas calles y plazas me gustaron especialmente.
Aunque me quedo con un sitio concreto. La orilla del rio Mures a su paso por Arad. Paseé por la rivera del río, entre paseos y senderos, desde el límite sur de la ciudad hasta la parte noreste, donde estaban mi hotel y los pabellones. El rio fluía lento, silencioso, teñido de un color marrón de cierta belleza. El rió describe un inmenso meandro en la zona noreste y allí se encuentran, pocas y sin agolparse, embarcaciones y algún varadero. Jardines, carril bici y un enorme parque, en la otra orilla en un trozo de tierra que, por la perspectiva, parecía una isla. Aquel paseo por la orilla del Mures fue ese momento de tranquilidad que ya sabéis que busco en cada viaje. El instante en el que descansar de un viaje exigente por los trenes y pabellones sin aire acondicionado, los kilómetros, la imposibilidad de hablar en inglés o hacerme entender en idioma alguno con la mayoría de la gente, los tornillos que salían de todos y cada uno de los asientos del Toni Alexe Arena de Oradea o los taxis con conductores intrépidos y cinturones de seguridad sin lugar para ser abrochados. Un momento para recordar las excursiones laborales del verano, para mirar al futuro reciente y lejano, para bajar la a todas luces excesiva cantidad de pretzels tan baratos como deliciosos que comí (casi siempre como único sustento alimenticio entre horarios locos e inestables) esa semana y para ordenar pensamientos de todo tipo.
Cinco vuelos, cinco trayectos de tren, miles de kilómetros, tres pabellones, docenas de partidos, cientos de jugadores, muchos grados centígrados, cuatro kilos menos…un pequeño resumen numérico que no explica una experiencia muy valiosa. Un viaje nada fácil, exigente, interminable a ratos, fascinante en ocasiones.
Como cada entrada del blog, acabaremos con música. Por un lado había pensado no rendirme a algo tan obvio como la temática vampiresca.y optar por “Simpathy for the devil” si acaso, valiéndome de esa traducción dracul-diablo. Por otro, puestos a entrar en ironías y truculencias…bueno, da igual. Después recordé un tema que me encanta, y que difícilmente podría usar en otra ocasión. Será más fácil hablar de diablos (sólo tengo que escribir sobre Duke, DePaul o Arizona State) en una ocasión posterior que sobre vampiros.
Y esta canción de Annie Lennox es una auténtica maravilla.
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