Historias de Kantauri
Fiabe di Natale (I): IL GIGANTE BUONO
En cada amanecer hay un vivo poema de esperanza, y al acostarnos, pensemos que amanecerá, expresaba Noel Clarasó. Recordar nos conduce a un nuevo amanecer, la esperanza de que el paso del tiempo, obstinado él, no borre nombres e historias de la memoria colectiva. Por antiguas o enterradas en santa sepultura que estén. Me valgo de la época navideña en la que nos encontramos para proponer un ejercicio de recordatorio, descubrimiento para algunos, que permita acercar el nombre de dos malogrados jugadores italianos cuya temprana muerte ocultó los éxitos ya contraídos, el talento en posesión y, sobre todo, la esperanza que en su momento generaron dentro de los muros italianos. Es posible que no sean las letras más apropiadas, o el momento idóneo para desempolvar tragedias, pero, en Navidad, tan lícito es sentar a la mesa el recuerdo amargo, nostalgia y tristeza, nombres que la memoria nos hace resucitar, rostros que cobran vida, así como la bondad, la felicidad y el deseo. Una época de la que también debemos hacer uso de su magia, milagros y sorpresas, ejercicio de imaginación, para intentar abrir una rendija a través la cual podamos conjeturar sobre el impacto, la trayectoria deportiva, el éxito, soñar, por espacio de un folio, de mil letras, con tornar en vida el reflejo de una ausencia que delimita la sombra del placer. Decía Jorge Manrique que partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos y llegamos al tiempo que fenecemos; así que cuando morimos, descansamos. No es mal punto de partida. No descansemos aún e iniciemos un pequeño viaje por los recovecos del recuerdo, que ayuden a poner de relieve a dos figuras cuyo nombre suele ser desconocido.
La pallacanestro no escapa, dentro de la inmensa nómina de protagonistas que la han dado forma, a trágicos pasajes, repentinos fallecimientos y el dolor transformado en unión. No escapa a algo tan mundano como la muerte. Es cierto que, en función del modo producido, la imagen de duelo se transforma. Una escala de dolor entre la muerte que espera en la puerta de casa al anciano, históricos dirigentes, vetustos mitos, y la guadaña al acecho de los jóvenes, problemas de salud indescifrables. Pasando en una escala intermedia por accidentes comunes al resto de mortales, de carretera, o la letanía de una larga enfermedad. Aunque el dolor, la ausencia, el respeto, tenga el mismo tamaño, el impacto cambia. Incluso en consecuencia al escenario en que se produzca el terrible pago de la deuda que todo ser humano contrae al nacer. Diferencia que, en su momento, hizo alcanzar al fallecimiento de nuestros dos jugadores un grado de repercusión salvaje, para, con la misma celeridad con la que se produjo, olvidar su estela, liviana por lo breve de sus carreras deportivas, dentro del libro grueso del imaginario colectivo. Reducido su recuerdo a pequeños ámbitos. A pesar de la promesa y esperanza que suscitó su aparición. Luciano Vendemini y Davide Ancilotto quedaron unidos en su horrible desaparición por el macabro, y redondo, espacio temporal de 20 años entre ambos fallecimientos. Quedaron unidos en causa y consecuencia. Nunca se da tanto como cuando se da esperanza, e Italia quedó huérfana, rota, tras la muerte de ambos talentos. Sueños destrozados, ojos vendados, por la realidad.
Varios casos de tragedia ha padecido la vasta tradición del deporte italiano, y el baloncesto en concreto no ha sido excepción. De modos diversos, la pallacanestro perdió parte de protagonistas activos, jugadores de categorías inferiores y glorias pasadas. Lejos queda la funesta, consecutiva, desaparición de Radivoj Korac y Trajko Rajkovic, dos de los jugadores que ayudaron al baloncesto italiano en su apertura hacia el exterior. La Navidad, dentro del cotidiano discurrir del baloncesto italiano, se tiñó de negro un 22 de Diciembre de 1999. Enrico Ravaglia, promesa de la Virtus Bologna que recuperaba el pulso a la competición en Cantú tras una grave lesión, fallecía a los 23 años de edad en accidente de tráfico. El día anterior había ganado el partido ante Reggio Emilia y viajaba rumbo a las cercanías de Bologna, era natural de Castel San Pietro, en coche, sólo, para pasar la Navidad en familia. “Chicco” se encontraba en un buen momento, la víspera había contribuido a la victoria de su equipo con 23 puntos, recuperando sensaciones tras su lesión, en el Norte, en Cantú. El viaje de retorno a casa no era incómodo pero sí largo. Se puede trazar una línea diagonal perfecta entre Bologna y Milano, tal como describe la propia autopista. En ella, a la altura de Piacenza, en la salida norte de la ciudad, Ravaglia perdía el control de su automóvil y moría en el acto. Un común accidente terminaba con la vida del niño de la Virtus, crecido tan cerca, el protegido de jugadores de la talla de Abbio o Danilovic. Con toda la carrera por delante.
Similar suceso padeció, en esta ocasión, una vieja gloria de la pallacanestro más poderosa. El hombre de sonrisa solar. A los 57 años, también en la carretera, moría Willie Sojourner. Rieti tembló de golpe. Sojourner lideró la etapa más exitosa del club a finales de los ’70, en pleno corazón de la península itálica. Sojourner era patrimonio, parte activa del esplendor de la ciudad. Tras 20 años de ausencia, en septiembre de 2005, el Zio Willie regresaba a Rieti para hacerse cargo de ciertas labores dentro del club. Acogido con la misma sonrisa que él había hecho descubrir, tiempo atrás, a los habitantes de aquella localidad. Tan sólo un mes después de su retorno, Sojourner moría el 20 de Octubre de ese 2005. Medianoche. Willie regresaba a su hogar tras una de las múltiples amistosas cenas que se sucedían. La áspera vía Terminillense fue su cadalso. La lluvia actuó como fino verdugo. El golpe fue excesivamente violento, incluso para un gigante como él. La columna que vertebra Italia se estremeció, en pleno corazón de los Apeninos. El cielo continuó llorando durante tres días más. Toda Rieti despidió con honores al hombre de la sonrisa eterna. Había volado al cielo, describía una pancarta, como el superhéroe que todo puede, a imagen y semejanza de cómo su recuerdo fue tallado en Rieti. Fueron dos muertes impactantes. Incluso este 2009 nos trae recuerdos vestidos de negro luto. El histórico dirigente Gianluigi Porelli nos abandonaba ya a edad generosa, y hace escasas fechas conocíamos apesadumbrados el fatal desenlace de Paolo Barlera, consumido por una larga enfermedad. El caso de Vendemini y Ancilotto, nuestros protagonistas, mostró un rostro aún más duro. Por lo extraño de sus muertes, la difícil aceptación de las mismas, y en el momento en que la desgracia les golpeó a ambos.
La eterna sonrisa de Rieti
Era el 20 de Febrero de 1977, el pabellón “Villa Romiti” de Forli era el escenario donde debía jugar su partido la Chinamartini Torino. Entre las huestes del equipo piamontés se encontraba la impoluta estampa de Luciano Vendemini, estrella regional, nacido unos pocos kilómetros al Este de Forli, donde la Emilia Romagna acude al encuentro con el Adriático. Era domingo, al mediodía. Un frío silencio recorre el vestuario turinés. La imagen era demoledora. Los 212 centímetros del gigante, promesa de la nazionale, se doblaban como un simple folio. Golpeado bruscamente. El corazón le había traicionado. Los intentos por reanimarle fueron inútiles. La desesperación, impotencia, rabia, copaban el ambiente, enjugado en lágrimas pocos instantes después. Italia no daba crédito. El órgano que Vendemini cuidaba en bondad, felicidad y amistad, decía basta. A los 25 años de edad la carrera deportiva, en plena eclosión, del pívot se desvanecía. Demasiado joven. De forma fugaz. Duro asumir como perdía la vida Luciano. Golpe al centro de la pallacanestro, de la que el jugador interior era una de las principales esperanzas. Vendemini había alcanzado un lugar en el grupo que entrenaba Giancarlo Primo, cuajando notables actuaciones en su breve estancia con la selección nacional. A su vez había protagonizado dos sonados traspasos, y era una de las señas del equipo turinés, que aspiraba a crecer y convertirse en un conjunto de referencia dentro de la LEGA. Una carrera en plena ascensión.
Luciano Vendemini nació el 11 de Julio de 1952 en Sant’Ermete, localidad minúscula y rural en la cercanía de Rimini. Despreocupado, dentro de un estrecho ambiente familiar, daba sus primeros pasos un ya larguirucho infante. Centímetros demasiados prometedores a edad infantil como para no ser aprovechados. Algo similar debió pensar el profesor Gianluigi Rinaldi, ocupado en la formación baloncestística de la gran ciudad. No sin problemas, Rinaldi convenció a la familia Vendemini para educar deportivamente a su hijo y llevarlo hasta Rimini, arrancándolo de su pequeño universo familiar. Como sucedería de modo habitual a lo largo y ancho del país, dada la diminuta división de los municipios italianos, Luciano fue otro de los chicos llevados del campo a la ciudad, de prominente talla, cincelados en las escuelas de un pujante movimiento en torno al baloncesto durante la década de los ’60. Igual que le sucedió a sus compañeros en la azzurra Renato Villalta o Dino Meneghin, raza piave, orgullo del Veneto. Rinaldi le mostró los primeros secretos que entrañaba el baloncesto, sudó para enseñarle los fundamentos básicos sobre los que se asentaba la actividad deportiva. Vendemini y el basket, dos mundos distintos. Cuan mérito tuvieron estos anónimos maestros, primeros escultores, educadores, de aquellos talentos, ambiciones y esfuerzos campesinos, posteriormente convertidos en estrellas del firmamento transalpino. Como Giomo en Mestre o Nico Messina en Varese. El gigante de Rimini no tardó en desarrollar su potencial, tan pronto como cogió confianza en un deporte que se adaptaba a sus condiciones físicas. Le sirvió para completar su formación en Cantú, tan al Norte, en Lombardia. Uno de los equipos más prestigiosos del basket italiano le acogió en sus filas. Por aquel entonces, a inicios de los ’70, bajo denominación FORST, el equipo se situaba en un segundo escalón, tras sus vecinos Varese-Olimpia Milano, y estaba entrenado por Arnaldo Taurisano. Vendemini recibió importantes lecciones, aprendió a competir y comprender la expresión al máximo nivel del deporte que le descubrió, pero su tiempo de juego era reducido. Las puertas para el veinteañero estaban cerradas por una sólida pareja interior, compuesta por el norteamericano Bob Lienhard y Fabrizio Della Fiori, jugador que había ascendido a la titularidad y ocupaba uno de los puestos de la inamovible Nazionale de Giancarlo Primo. Las liras permitieron a Luciano encontrar un destino propicio. Su plaza en Cantú fue ocupada por otro producto de la “foresteria”, articulada bajo la presidencia Allievi, Renzo Tombolato.
Cien millones de Liras y el pase de Bruno Carapacchi tuvieron la culpa en 1973. Un traspaso sonado por el prometedor pívot. Vendemini viajaba hasta el centro del país, a Rieti. La Sebastiani, recién promocionada a primera división tras vencer al Ivlas Vigevano en el desempate, había obtenido el patrocinio de Brina y llegaba con pujanza al hogar de los colosos italianos, al paraíso. El presidente Milardi partía con el objetivo de no descender, y articuló su estrategia en una fuerte política de fichajes, gastando incluso por encima de lo aconsejable. Llegaba a Rieti el primer americano de su historia, el tirador Bob Lauriski, al que se unía el fichaje de Luciano Vendemini, otro de los puntos clave. Un pívot nacido en Rimini, tan cerca de Pesaro, la ciudad donde Rieti conquistó el milagro del ascenso. La oportunidad necesaria, divina providencia, para un joven de buenas maneras condenado al banquillo en la poderosa Cantú. El traspaso que le abrió las puertas, a nivel individual, de la élite italiana. Aunque su potencial era tal que ya había acudido a alguna convocatoria de la azzurra, cubriendo la baja por lesión de Meneghin. Observado en retrospectiva, su sustituto en Cantú, Tombolato, pasó ocho temporadas importantes en el Norte pero en un puesto secundario, eterno suplente, que le negó un hueco en la selección, hasta su retorno a Roma, lugar de nacimiento, para consolidar el proyecto de la Virtus junto a un importante núcleo de jugadores nacidos en la colosal capital, y recibir el homenaje de levantar la Copa de Europa en Ginebra. Con el equipo de su ciudad. Beneficios de una larga trayectoria, que el destino iba a negar a Vendemini. Completaban el cuadro de aquella primera Rieti en serie A el histórico Paolo Vittori, de regreso a las canchas tras un año retirado, y el exterior ítaloamericano Tony Gennari, llegado con la temporada iniciada como último dispendio económico. Una Brina poderosa que obtuvo la permanencia en la primera división tras una complicada campaña donde tuvieron que disputar sus partidos en el PalaEur romano, ya que el PalaLeoni de Rieti no fue homologado para albergar partidos de la máxima categoría. Situación corregida con la inauguración del PalaLoniano, construido en tan solo tres meses. La irrupción de un Vendemini titular en el basket nacional fue volcánica. 15 puntos y 11 rebotes de media, con un extraordinario trabajo del entrenador Lombardi sobre él. Dos detalles se imponían en la hoja de ruta que marcaba la formación de Luciano. El juego bajo canasta y la continuidad en su rendimiento. En ello incidieron las horas pasadas bajo la atenta y veterana mirada de Lombardi y Vittori. Un pívot de movimientos no bellos pero sí efectivos, con buena mano cara a canasta, mero talento, tocando, interpretando, atropellando todas las notas con su particular estilo. Pureza brusca unida al trabajo denodado, esfuerzo en dos vertientes, el realizado por el propio pívot junto al de sus entrenadores.
La trayectoria de Vendemini iba a seguir desarrollándose a alta velocidad. Su segunda temporada en Rieti, la 74-75, corresponde a la del intento por establecerse en la planta noble de la competición doméstica por parte del equipo a pies del Terminillo, en el centro de la península italiana. Seguía la inversión y desde la Olimpia llegaban dos jugadores con etiqueta internacional, el pívot Massimo Masini y Mauro Cerioni, exterior de imponente estampa, guardaespaldas de Iellini en la fría Milano y, posteriormente, de un joven Brunamonti en Rieti. A ellos se les unió la renovación de Lauriski. Un grupo importante para dejar impronta en un baloncesto convulsionado por los cambios constantes. En esa temporada 74-75 la LEGA había aprobado la creación, ampliación y división de su baloncesto entre A1 y A2. Además Rieti, una vez confirmada su presencia en la A1, se inscribió en la copa Korac, tercera competición europea que cumplía sus primeros pasos. Para afrontarla el equipo se reforzó con un segundo extranjero, permitido solo en Europa. Una odisea. El mandamás Milardi utilizó sus contactos en Ciudad de México para atraer al funambulista escolta Arturo Guerrero, que llegaba a una Italia conquistada por su compatriota Manuel Raga. Era un escenario complicado. Raga tuvo la fortuna de poder jugar tanto en el continente como en el campeonato nacional, en una época donde los equipos optaban por fortalecer su zona interior con un americano. Varese tenía a Dino Meneghin, Rieti a Vendemini-Masini, pero la plaza extranjera correspondía al tirador Lauriski, ya contrastado. Guerrero, que suscitó expectación, no podía compararse a Raga. Era incluso más rápido, pero menos anotador, menos determinante. Masini, tótem italiano, dibujó la velocidad, el constante movimiento del mexicano sobre el parquet, en una frase:
–“Arturo, o vas un poco más lento, o detienes tu juego, o nos quedaremos dos pasos por detrás de ti, en nuestra cancha, en señal de protesta”-.
Así era Guerrero. Puro viento. Piernas de material ligero. Ritmo frenético que jamás se detenía, viviendo en transición. Exhibicionista. Su número más repetido a cada rueda de calentamiento consistía en correr hacía canasta, lanzar la bola contra tablero y devolverla convertida en poderoso mate. Discontinuo. Su sola utilización para la Copa Korac pesaba en la mentalidad del mexicano. La aventura en Europa funcionó, alcanzando Rieti las semifinales de la competición, donde cayó derrotado ante el FC Barcelona de Iradier, Carmichael y la pareja McCray-Knowles. Rieti venció en su pista por 63-48, pero fue derrotado en Barcelona por 87-63. Concluía de ese modo la primera incursión en Europa de Vendemini, en una competición que terminó ganando su antiguo club, el Cantú. En Italia el club lacial no logró acceder al grupo que luchó por el scudetto, quedando a dos victorias de la Mobilquatto Milano (no la Olimpia, sino Pallacanestro Milano), equipo que obtuvo el último billete. Luciano Vendemini finaliza el año con números inferiores a su primera campaña en la entidad, 10 puntos y 6 rebotes, consecuencia de una larga temporada y una plantilla mejorada. Dentro de una pallacanestro salvaje, donde aquella campaña 74-75 el podium de anotadores lo copaban Bob Morse, Tom McMillen y Chuck Jura. Dato que habla por si mismo. Luciano Vendemini no viaja con la Nazionale de Giancarlo Primo al Europeo de Belgrado, ocupando el puesto de novedad un joven que sorprendía en Mestre. Renato Villalta. Italia se colgaría la medalla de bronce.
La tercera y última temporada de Vendemini en el Umbilicus Italiae se convirtió en una crónica de sucesos. Ascenso y descenso, continuo tobogán que el magno crecimiento a pequeña escala del baloncesto italiano se empeña en propagar. Adherido a la minúscula proporción en la que se divide el país. Rieti debía afrontar el gasto cometido y empezaba a notar cierta asfixia financiera. El discurso del ya entrenador asistente Paolo Vittori (histórico jugador) había calado entre los dirigentes Milardi y Di Fazi, que decidieron conservar una mínima estructura rodeada de jóvenes procedente de la categoría inferior. Además promocionaron al puesto de entrenador principal a Vittori, que como asistente dirigía al sector juvenil y conocía a los chicos, relevando en el cargo a Lombardi, en lo que bien podía considerarse una maniobra subterránea. Continuaban Vendemini, Gennari, Lauriski, Cerioni, como núcleo, rodeados del ítaloamericano Frank Valenti y los chicos de la cantera, entre los que destacaban Zampolini y Sanesi. A lo largo de la temporada debutaría también un tal Roberto Brunamonti. La temporada fue un desastre. La participación en la copa Korac se saldó con una discreta eliminación en el grupo previo a semifinales, a manos del Joventut, y en el campeonato nacional la Rieti se vio abocada a luchar por no descender. La escasez de fondos, los malos resultados, habían provocado tiranteces constantes entre jugadores y directiva, con múltiples reuniones entre los capos de aquella plantilla y Milardi. Una de ellas provocó la dimisión irrevocable de Vittori, tras la indiscreción con la que se había llevado la tratativa del problema. Escarnio público. Vittori no volvería a verse relacionado con un banquillo, confianza y fe perdidas. Así Rieti afrontaba con el asistente Sandro Cordoni la primera jornada del grupo que debía decidir el descenso a A2. Iba a llegar Elio Pentassuglia para finalizar la temporada de aquella Brina. No logró mantener al equipo, pero sí dejó señales positivas que hicieron confiar en él de cara a la siguiente temporada, y dar inicio, desde la A2, a la época dorada del club reatino. Pentassuglia decidió continuar con la apuesta por los jóvenes y reconstruir el proyecto desde la base. Para subsanar el déficit económico y equilibrar balances, Rieti vendió a Luciano Vendemini en aquel verano de 1976, a la ambiciosa Chinamartini Torino por 220 millones de Liras, otra locura. El pívot había vuelto a realizar un gran temporada ante tanta dificultad, promediando dobles figuras tanto en puntos como rebotes, mostrando carácter y compromiso adquirido con la entidad. La única nota positiva del desastre acontecido. Fue tal la magnitud de su crecimiento y evolución que pasó a formar parte de la selección, como miembro de pleno derecho, a mitad de aquella década, a sus 23 años. También dejó el club Bob Lauriski, ya que tras la baja de Vendemini el club necesitaba un norteamericano de perfil interior. Por consejo de Rick Percudani, el apellido de aquel extranjero aparecía diáfano. Sojourner. Llegó Willie, en un rocambolesco y equivocado fichaje que iba a marcar la historia de la Sebastiani Rieti, y que será explicado en posteriores textos. Pentassuglia y Sojourner, dos apellidos que llegaron de improviso y protagonizaron una de las fábulas más bellas de cuantas se puedan contar en Italia.
Vendemini: talento + aprendizaje constante
La eternidad llamó a la puerta de Vendemini por vez primera. De traje azzurro. La Unión Soviética y Yugoslavia copaban la cima del baloncesto europeo de selecciones. Italia se encontraba en un segundo escalón, opositando al nombramiento de alternativa dentro del continente. Lo inalcanzable, anhelado pero nunca antes siquiera imaginado, iba a tornarse en cercano. En la extraña Escocia se disputaba el Pre-Olímpico que concedía plazas para Montreal’76. Edimburgo iba a alumbrar al vicario de Dino Meneghin, patriarca del basket transalpino. Uno de los partidos iba a dibujar el enfrentamiento entre los italianos y sus entrañables vecinos balcánicos. Una Yugoslavia de calidad aplastante, irreverente, una Yugoslavia que desde fronteras italianas se escribía tal que: –“La Nazionale eslava es una tortura. Por su talento y su carácter, allí donde ese loco llamado Moka Slavnic actúa a modo de capomafia, donde Kicanovic y Dalipagic continúan haciéndote la guerra fría, donde Cosic aparece como una isla de seriedad, casi de ascetismo. Es bueno y gentil con todos, parece que vive en un mundo aparte.”-.
Ante ese panorama el seleccionador Primo formaba con Marzorati-Recalcati-Bisson-Bariviera-Meneghin, como quinteto base. Fue una tarde donde ni Bisson ni Bariviera encontraron el pulso adecuado al partido, y donde Giancarlo Primo se vio obligado a dar entrada al joven Vendemini. Un encuentro predestinado. Delante, la oportunidad que no iba a desaprovechar. Enfrente, la inmaculada planta de Kreso Cosic, el majestuoso pívot balcánico de dominio infinito, el predicador del baloncesto europeo. Luciano estuvo acertadísimo. Selló una victoria imposible con 11 puntos casi consecutivos. Aldo Giordani, posterior fundador de Superbasket y exjugador, le bautizó como “Eroe di Edimburgo”, que sin ser un alarde de creatividad, resonó repetidamente en la conciencia del basket italiano. En Montreal, Italia finalizó en 5º posición, perdiendo la opción de disputar las medallas tras caer derrotada con claridad ante Estados Unidos, y perdiendo ante Yugoslavia en un final de infarto. La Nazionale más potente perdía 88-87, víctima de un tiro de Moka Slavnic, en clamorosa remontada. En aquella fracción de tiempo Italia perdió sus opciones a metal. Una de esas canastas dolorosas que sobreviven al paso del tiempo. Preguntas sobre que hubiese sucedido de no haberse producido, una retahíla de lamentos y posibles. La esperanza que ayudaba a crear, entre otras cuestiones, la pareja Meneghin-Vendemini. Según Sandro Gamba, "la pareja de pívot más fuerte que tuvo nunca la selección italiana". Dino aportaba competitividad, inteligencia, dureza, posicionamiento, y, sobre todo, continuidad, lo que multiplicaba la beta pura de talento, jovial irreverencia de Luciano. Italia terminaría aquellos Juegos Olímpicos en 5º posición, superando a Checoslovaquia por 98-75. La figura de Vendemini, aquel verano de 1976, pasó a formar parte del sueño deportivo italiano.
Turín hizo regresar la huella del gigante al Norte. La Chinamartini había descendido junto a Rieti en la temporada 75-76, pero el proyecto, ambicioso, no tenía visos de detenerse. La inversión seguía siendo acorde al momento en el que se encontraba la Squadra piamontesa. Un proyecto que había nacido durante la segunda mitad de los años ’60, con la fundación del Auxilium, para promover en un principio la formación de los jóvenes, educados e introducidos en el baloncesto por el profesor Vittorio González, y con objetivos modestos que, paso a paso, debían llevar al club hasta la serie B. No muy lejos de Turín, en Asti, la Libertas encuentra en Saclà y Carlo Ercole el impulso económico necesario para soñar en grande. Miras ambiciosas y firme intención de alcanzar la primera división del baloncesto italiano. Dos visiones divergentes a escasos kilómetros, la ambición de la pequeña ciudad y la aún presencia dormida del gran núcleo. La Saclà, mediante su fuerza económica y una serie de fichajes sensacionales, ascendió de la serie D a la serie A en cinco años, asidos al entrenador húngaro Lajos Toth, fugitivo de un telón de acero que oprimía ciertas voluntades. La exigencia de una serie A que continuaba dando pasos hacia la modernidad provocó que la Asti tuviese que jugar durante la temporada 73-74, su segunda campaña en la primera división, exiliados en el PalaRuffini turinés. Asti se mostró pequeña para acoger aquel baloncesto italiano en pleno boom, Turín había podido enamorarse del baloncesto de alto nivel. Un matrimonio de intereses devenido en amor, tratado con sumo cuidado por ambas entidades. La Auxilium absorbía la estructura procedente de Asti, mientras que los productos de su cantera podían formarse en la pequeña urbe, aunque el proyecto terminaría por abandonarse. La Squadra resultante fue admitida en la recién estrenada A2, bajo patrocinio Saclà, cambiado al año siguiente por Chinamartini, y con jugadores como Bruno Riva, John Laing o Alberto Merlati, procedentes de Asti. El flechazo, la eclosión de la pallacanestro en ese primer lustro de los ’70, hicieron girar el modesto proyecto inicial planteado en Turín. El Piamonte anhelaba su plaza en la élite italiana. Turín tenía su baloncesto.
Así se había conformado el club que compró, preso de su ambición, a Vendemini por 220 millones de liras. El gran fichaje nacional, el protagonista del inolvidable verano aterrizaba a pies de los Alpes para jugar en la A2. Durante la 75-76, un año antes de la llegada de Luciano, ya bajo denominación Chinamartini, el equipo piamontés alcanzó la final de la Copa Korac, eliminando al Joventut en semifinales y perdiendo la final ante la Jugoplastika de Zeljko Jerkov y Rato Tvrdic. Los esfuerzos de John Laing, 30 puntos en la ida y 33 en la vuelta, no fueron suficientes. Los croatas se imponían con claridad en Split y en Turín el partido quedaba empatado a 82, eso sí, con un PalaRuffini copado por 10.000 espectadores, en plena fiebre cestística de una ciudad joven en estas lides. La ilusión de un tierno infante. Para incrementar ese grado de ebullición, alimento para la esperanza, Vendemini se unía como contrapunto interior al excelentísimo tirador John Grochowalski. Junto a ellos llegaba desde Rieti, acompañando a Luciano, el ítaloamericano Frank Valenti, introducidos en un grupo que contaba con Riva y Marietta como referentes en su vestuario. En aquella Chinamartini, surgido de las entrañas del vivero turinés, daba sus primeros pasos Carlo Della Valle. El entrenador era Augusto Giomo, procedente de Mestre, donde había sido uno de los encargados de esculpir los fundamentos de Renato Villalta, jugador con el que Vendemini había disputado su plaza en la Nazionale en años precedentes. Renato y Luciano, ambos surgidos del campo y cultivados por dos profesores, Giomo y Rinaldi. Todo giró bruscamente aquel maldito 20 de Febrero de 1977. En aquel vestuario de Forli.
La parábola cobra tintes dramáticos. El corazón de Vendemini dijo basta. El órgano más loado por aquellos que rodeaban al “gigante buono” quedó preso, de su propio tamaño, en la caja torácica del pívot. Luciano sufrió un aneurisma en la Aorta, arteria principal que nace en el ventrículo izquierdo y se encarga de amplia parte del tránsito sanguíneo. Latigazo seco, mortal. Posteriores investigaciones indicaron que Vendemini padecía el síndrome al que el pediatra francés Antoine Marfan pone funesto apellido. Enfermedad cifrada en el código genético que afecta a diferentes estructuras, tales como el esqueleto, pulmones, ojos o corazón. Se caracteriza por un aumento inusual de la longitud de los miembros. Se dice que Abraham Lincoln o el virtuoso Niccolò Paganini padecían dicha enfermedad. Su corazón y su tamaño, dos de los rasgos característicos en Vendemini, oficiaron de repentinos verdugos. También su visión era débil. El cielo le reclamaba con tan solo 25 años de edad. Los sueños del baloncesto italiano, la esperanza surgida en una noche de verano escocés, quedaron sumidos en llanto y dolor. Duelo y recuerdo. Con promesa de ser eternos. Respeto. La irrupción del pívot de Rimini fue efímera, se fue tal como llegó. Con paso campesino, sin importunar, pidiendo permiso, talento trabajado con tesón, carácter afable y cierto aire de despistado. Como la anécdota al llegar a su centro de estudio en la nueva ciudad, en Rieti. Sobresaliendo, impronta poderosa, entre los ventanales de aquella institución a través de sus 212 centímetros, en busca de su aula, sin preguntar, sin ocasionar incordio. Hasta que un profesor, molesto por aquella figura que asomaba, envió a uno de sus alumnos con una indicación clara –“Que deje de asomarse ese joven subido en una silla”-.
Diferente a la fuerza. Luciano Vendemini. Su llegada, año 1973, Rieti, el paso a la titularidad, sus onerosos traspasos, le instaló en la élite nacional en apenas dos años. Su marcha, año 1977, Forli, cautivo de una extraña afección, conllevó gran estruendo. Se investigaron las causas y, poseídos por la rabia inicial que todo fallecimiento arrastra, algunos dirigentes trataron de buscar culpables, en centros médicos nacionales y particulares. Forli, desde donde se presiente el Adriático, desde donde se alcanza a ver su nativa Rimini, desde donde puede olerse su campiña Romagna, cerró su trayectoria. Tras un largo periplo por tierras del Norte, Cantú y Turín, o su hogar en el centro de Italia, Rieti, Luciano Vendemini cayó cercano al lugar que nunca olvidó su corazón. Acaso víctima del burlón destino. Buscando el agua, el mar. Senda de elefantes.
Reflejo de una ambición
Luciano Vendemini se perdió la etapa que la pretenciosa Torino iba a abrir. Posteriormente llegaría Sandro Gamba al banquillo de una entidad profundamente marcada por la tragedia, cogiendo su testigo Gianni Asti, ante la marcha de Sandro a la azzurra. También retornaría el hijo pródigo, Charly Caglieris, crecería Romeo Sacchetti hasta alcanzar nivel de internacional, mostraría su muñeca Pino Brumatti, golpearía sin descanso Renzo Vecchiato, disfrutarían de norteamericanos como Scott May o Don Ford, dibujarían las trazas de su carrera Carlo Della Valle y Ricky Morandotti. Un magnífico escenario donde continuar evolucionando. La Nazionale también notaba la huella de su ausencia. Eterno vacío ante la previa del Europeo de 1977 en Lieja: – “El trágico destino de Vendemini priva a la Nazionale de su hombre revelación, y de nuestra esperanza más grande para afrontar la definitiva afirmación en campo continental. Con él, esta hubiese llegado, sin dudas, en Lieja. El campeonato de nuestra consagración europea.”-.
Otras muertes, cercanas y no tan próximas, avivaron el triste recuerdo. Un año después del fallecimiento de Luciano, en 1978, llegaba la noticia, dolor filtrado a través del telón de acero, de la muerte de Alexander Belov, aquejado de un sarcoma cardíaco. Los ángeles, caprichosos, completaron una inolvidable pareja interior de la que disfrutar entre nubes. Más alejado, en 1990, fallecía en el mismo pabellón de Forli Luca Bandini, 22 años, baloncestista de serie C. Cayó fulminado sobre el parquet ya maldito. No hubo siquiera un desfibrilador a su alcance. De obligada tenencia en las instalaciones deportivas de cierta envergadura a partir del fin de semana siguiente a la muerte del joven. El más cercano e impactante óbito lo trajo el fútbol. Tan solo unos meses después de la muerte de Vendemini, el 30 de Octubre de 1977, en un partido ante la todopoderosa Juventus, fallecía Renato Curi, emblema de aquella Perugia que transitaba líder tras las primeras cinco jornadas del campeonato. Uno de los futbolistas italianos más reconocidos, por su lucha y entrega. A los cinco minutos de la segunda mitad, bajo una lluvia torrencial, caía rendido ante un paro cardiaco. Contaba con 24 años de edad. El escenario de su muerte fue honrado con su nombre, convirtiendo el Stadio Comunale di Pian di Massiano en el Stadio Renato Curi. Italia volvía a estremecerse de nuevo, igual que lo había hecho en Febrero. Dos golpes al corazón de su deporte.
... continuará...