Tomo prestada esta frase del genio Andrés Montes, añorando sus narraciones y recordando lo mucho que se divertía contando las hazañas de esta selección.
Parece que no pasa el tiempo, pero son ya cuatro años desde aquella final de Londres (100-107) y ocho desde la de Pekín (107-118), ambas contra el mismo rival con el que nos hemos enfrentado hoy. Hay que esperar mucho tiempo para volver a vivir estos enfrentamientos tan -a priori- desiguales entre el extraordinario talento, tanto físico como técnico, que presenta la selección de EE.UU., y el gen ganador de nuestra más gloriosa generación de jugadores, que poco a poco ha ido encajando el irremediable paso del tiempo con la frescura de los nuevos jugadores que se han ido incorporando; legatarios de un estilo que ha dado una nueva dimensión a nuestro deporte colectivo.
Hoy todo era distinto. Ante las “alegrías” ofensivas de anteriores enfrentamientos, la batalla se libraba desde la intensidad y la máxima concentración defensiva durante los cuarenta minutos. Sólo un tanteo bajo por parte de EE.UU. nos daría alguna opción. Y así ha sido, dejando al rival en 82 puntos, demostrando que este equipo tiene una base defensiva extraordinaria, que es la que marca la diferencia frente a rivales con un potencial similar al nuestro. Para comprender el valor de este dato, basta recordar que EEUU venía de promediar más de 100 puntos por partido y que su anotación más baja fue de 94 puntos contra Serbia, pero todavía en la primera fase. En el lado opuesto, si en otras ocasiones el combinado norteamericano hacía descansar todo su juego sobre el enorme talento ofensivo de sus estrellas, esta es una selección más disciplinada y poderosa en defensa y en el rebote.
Cuando te quedas en el marcador a sólo 6 puntos (76-82), y pese a venir de una diferencia mayor que ha hecho que no hubiese opciones reales en las postrimerías del encuentro, es normal revisarlo tratando de buscar cualquier error o decisión polémica (aprovecho para decir que me resulta incomprensible el protagonismo que han decidido atribuirse los árbitros con siete técnicas en una primera parte llamativamente limpia) para dar con la tecla que llevaba a la épica. Algún lanzamiento precipitado, u otros en los que quizá falto decisión, no haber concedido tantas segundas oportunidades tras rebote en ataque (hasta 20 capturas), algún triple demasiado cómodo, que Klay Thompson no se acordara precisamente hoy de que es uno de los mejores tiradores del mundo, o, simplemente, la duda que deja saber qué habría pasado de haber podido contar con Marc Gasol.
Cuesta mucho hacer reflexiones más profundas cuando la mítica y el deseo han claudicado frente a la severa realidad que conlleva la derrota, pero no quisiera que ello empañase lo más mínimo la trayectoria de una selección que, una vez más, ha vuelto a estar a la altura de las circunstancias, que tiene un gen competitivo sin parangón en el deporte colectivo y que nos ha regalado un grupo de jóvenes que ha dado una nueva dimensión a palabras como compromiso, fraternidad o autoexigencia; que nos deja vivencias, éxitos y recuerdos inolvidables que trascienden lo efímero de un trofeo o una medalla.
Ante esto sólo queda aplaudir y agradecer todo lo vivido, todo lo disfrutado, todo lo aprendido.
Mención especial una vez más para Pau Gasol, alma mater de esta selección, capaz de hacer creer a todos que se puede y que -renqueante- ha vuelto a ofrecer una actuación soberbia tanto en ataque como en defensa, y también para su otro “hermano”, Juan Carlos Navarro, que, lejos ya de su mejor nivel físico y ante rivales superlativos en esta faceta, ha vuelto a demostrar que en talento y decisión no le gana nadie.
“Nos reímos solos, nos reímos con ganas, no nos da la gana, de ponernos serios” (“Paseo” de Estopa, cantado por los jugadores tras ganar a Francia).